martes, 3 de noviembre de 2009

No estamos destinados a implorar nuestras muertes





De ser observador de estrellas
descendí a las aceras y al barro,
a la insidiosa luz de las promesas.

Esta agitada nube impaciente y ansiosa,
no entiende el universo ni sufre los dolores
de la irascible música:
cínico retener el tiempo en un suspiro
y cínico es llorar cuando canta la lluvia
y el agua saborea el frescor de su origen.

Descarnando mis labios y mi piel
danzan mis huesos en la sed del hambriento;
tomé el camino de la ausencia salvando melodías,
vestigios blancos de improbables rostros
que impasibles se ahogan en los gritos
de ángeles relegados al odio de los mares,
al lamento de la serpiente,
al infierno asombrado,
al ingente pudor de las mentiras,
como la espesa niebla de febrero
o cualquier otro mes donde la bruma acude.

Las claves de una espera nutrida de lujuria,
un aroma bañado en la codicia,
la endurecida carne en los brazos amargos
y en medio las mañanas padeciendo quimeras,
expulsada locura enterrada en la luna;

la risa sin más ruido allá de la tristeza,
sin tropiezo del alma para no madurar
en un lugar sin corazón.

La mente es un volcán que trasciende la vida
con la pasión de un abrazo;
con la cruda verdad de las calderas
no se derrite la belleza,
sin embargo
no estamos destinados
a implorar nuestras muertes
ni a revelar la fe de nuestra sangre.

....................................
Un humano cualquiera



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